miércoles, 25 de marzo de 2009

Las nubes (cuento)

Las nubes


Un buen día amaneció nublado, fue un presentimiento, y esto fue interpretado por Erminio Hachamarrete Rodríguez como un símbolo supremo, se tiro de la cama lo más rápido posible y sin desayunar salió a la calle a ver los resultados de aquel raro fenómeno. La gente iba de un lugar a otro como si nada pasara, se imaginó que había tenido suerte de ser el primero en la isla en percatarse de ese cielo nublado. Caminó un poco pero decidió que sería mejor regresar a su casa y preguntarle a su mujer que le había preguntado intrigada adonde iba. Cuando llegó a la casa Nieve Eugenia no estaba y esto le pareció más raro, pues solo había ido hasta la esquina y regresado. “_Nievecita, Nievecita...¿dónde estás, cielito mío”, la llamó una y otra vez pero la casa estaba vacía. Muda. Salió al portal y miró al cielo nublado. Comprobó que habían nubes que volaban hacia el sur y otras hacia el norte y hasta alguna que otra hacia el oeste y el este. No era un remolino, las nubes flotaban en silencio en un caos total.

Se asomó al muro del patio de los vecinos, pero allí no había nadie. Esos vecinos siempre estaban en el patio, sobre todo el viejo retirado que siempre estaba martillando algo. Allí estaba el martillo y una caja pero el viejo no estaba. La angustia se apoderó de su garganta, se sintió abandonado en medio de tanta desdicha y sin saber qué hacer. Se detuvo un momento a pensar que si al levantarse y ver el cielo nublado y lo hubiera comentado con su mujer, todo hubiera sido diferente, pero ya había comenzado el día de ese modo y tenía que encontrar una solución a ello.

Alguien llamó a la puerta, fue a abrir y allí estaba Nieve Eugenia, con el litro de leche y la barra de pan bajo el brazo. Había ido a la bodega y ni le había dado tiempo a decirle nada. En ese momento empezó a oírse el martillar del vecino. Corrió al muro y allí estaba el vecino que levantando la cabeza lo saludó con un “¡Qué hay!”. Regresó a la cocina y ya estaba el café y el pan en la mesa para que desayunara. Desayunó despacio y vio desde la cocina que el cielo estaba azul y limpio, sin nubes. Se asombró y salió de nuevo a la calle para ver que las nubes grises seguían merodeando por el cielo sin rumbo, se quedó mudo, entró a la casa y desde la cocina vio que el cielo era tan azul y despejado como el de una postal. Salió al patio y no vio nada, solo el cielo azul. Corrió a la calle, las nubes se burlaban de él. Gritó de miedo.

Nieve asustada corrió a su lado, él estaba en el suelo agarrado de la puerta, pálido como una hoja de papel y tembloroso. La esposa trató de calmarlo, lo arrastró literalmente hasta la cama, lo acostó y le puso el termómetro bajo el brazo. Le asustaba el aspecto que tenía Erminio, los ojos desorbitados por un miedo a un algo inexistente y los labios apretados para impedir que saliera ese grito de pánico. Al principio pensó que el desayuno le habría caído mal, que la leche habría tenido algo o la mantequilla, pero ella había desayunado igual mientras preparaba el desayuno y bueno, no sentía nada. Por fin Erminio abrió la boca y exclamó: “_¡El cielo está nublado!”. Para Nieve aquello era algo raro, le tocó de nuevo la frente sudorosa. “_¡Qué dices, mira por la ventana!”, ella miró, el cielo azul de siempre, y él musitó: “_No, ese cielo no..., el de la calle”. Nieve no daba crédito a lo que escuchaba pues no veía ninguna diferencia entre el cielo del patio y el que se veía desde las ventanas de la casa y el que había fuera de la misma.

A insistencia de Erminio salió al portal. No vio nada anormal. Regresó junto a su marido que había escondido la cabeza bajo la almohada. Pensó que el asunto era harto grave y que sería mejor llamar al médico de familia para que lo viera o llamar a la ambulancia, prefirió salir y buscar al médico de familia que tenía su consultorio en una casa en al acera del frente. Paposito, así le decían al médico, llegó pronto pues Nieve le había dicho que su marido estaba muy mal.

Erminio se dejó revisar, el médico no encontró nada anormal y en la cocina le dijo a Nieve que seguro era el cansancio, que le recetaría unas pastillas para calmarlo. Ella al leer la receta comentó: “_Pero, doctor, esto no lo hay en la farmacia, está en falta”. La reacción del médico fue lógica: “_¿Cómo lo sabes?, ni siquiera has ido a la farmacia”. Era verdad, pero ella estaba segura que en la farmacia no había nada, desde hacía años la farmacia parecía una ruina inca, los estantes vacíos y los vidrios rotos. De todas maneras se puso el pañuelo sobre los rulos y salió a la farmacia. Ya desde la esquina vio la cola, pero por suerte era para las íntimas, se alegró que había llevado el carné de identidad, la libreta de abastecimiento y dinero, se puso en la cola para al menos coger un paquete. Al principio la cola caminaba bien, hasta que una muchacha empezó a discutir con la dependienta y aquello no parecía tener fin. Cuando le faltaban tres personas se acabaron los paquetes de íntimas, de todas maneras le extendió la receta a la dependienta que sonriendo le dijo: ¿_Mi´ja, eso no lo hay en ningún sitio, ni siquiera en el psiquiátrico, olvídalo”.

Regresó directo al consultorio del médico de familia, tuvo que esperar un poco porque Paposito estaba atendiendo a un fulano que no era del barrio pero que siempre venía por la mañana o por la tarde a atenderse no se sabía que dolencia, por suerte el médico dejó al paciente adentro y salió a la sala. Ella le repitió lo que la dependienta, él sonrió y le dijo: “_Mira, coge una aspirina, la partes en dos y le dices que es un diacepán y ya”. Ella regresó a la casa pensando el porqué no se le había ocurrido eso antes. Pasó por el cuarto donde estaba Erminio pálido y con los ojos cerrados, fue a la cocina, y regresó con la aspirina y un vaso de agua. Erminio no protestó y se quedó dormido en el momento. Ya en la cocina de nuevo pensó que a Erminio siempre le caían mal las aspirinas por lo de la gastritis, corrió a casa de una vecina y le pidió un pomo de alucil para darle una cucharada, la vecina le dio la cucharada y ella despertó a Erminio que sin decir palabra abrió la boca y tragó el alucil. Después murmuró: “_¿Cómo está el cielo?”, ella le dijo que como siempre, que en esa isla el tiempo era siempre como en el paraíso. Él al escuchar se hundió en la almohada sin esperanzas de salvación.

Por suerte Nieve ese día lo tenía libre, había doblado el día anterior en la fábrica de abonos y no tenía que ir al trabajo, podía cuidarlo, eso sí pensó que había que avisar al trabajo de Erminio que era portero de la funeraria. Fue a casa de la vecina y llamó a la funeraria. La administradora Rosa, le dijo que no se preocupara que ya resolverían y que pasaría por la casa después.

A la hora del almuerzo Rosa vino a ver a Erminio que estaba con los ojos fijos en el techo muy pálido y a cada pregunta respondía “_Las nubes, las nubes”. A Rosa no le gustó aquello, trató de bromear diciendo que en abril el cielo nunca se nublaba en la isla, pero ya en la sala le dijo a Nieve: “_ Mira, chica, no sé, pero no me gu´ta na´ e´to, yo en tú lugá iba a un babalao pa´ que lo consulte..., porque ya sabes..., él trabaja en la fune´aria y...., bueno, pue´e ser un muelto que se le haya subi´ó”. Terminó recomendándole a Tinajita, el babalao que vivía en las afueras y que era el padrino de Rosa. Nieve no practicaba eso, pero de todas maneras nada se perdía, además como con Paposito no había resuelto pues ya, allá fue. Por unos veinte pesos Tinajita vino a la casa, lo miró y cayó al suelo en trance. Incluso Nieve se asustó, al cabo del tiempo volvió en sí diciendo: “_E´to e´muy grave...”, abrió un bolso que traía y sacó algunas cosas, caracoles, hilos, una maraca de colores, encendió un tabaco y empezó a echarle el humo por el cuerpo a Erminio que nada decía, mientras Tinajita rezaba, mandó a Nieve a traer una gallina negra para hacerle una limpieza y por suerte en el gallinero del patio había una.

Tinajita agarró el animal, lo pasó por el cuerpo de Erminio y de un mordisco le arrancó la cabeza y rodeo la cama de la sangre del animal, le pintó tres cruces con sangre en la frente y le grito: “_¡Hi´de´puta, levántate!”. Erminio se levantó quizá más muerto de miedo que otra cosa, ¿_¿Qué bu´ca en e´te cuelpo?”, preguntó el babalao y Erminio respondió: “_Las nubes, las nubes...”. Nieve empezó a llorar. El brujo le explicó que la cosa era peor de lo que imaginaba, que veía una sombra cerca, muy fuerte que era el espíritu de alguien potente y que al parecer no quería dejarlo en paz, continúo diciendo que no estaba en condiciones de enfrentarlo solo, que volvería por la noche con Machucha, la madrina de él, ella estaba en el trabajo en la fábrica de especias, pero que por la noche vendrían los dos, que no limpiara la sangre ni dejara a Erminio salir del círculo de sangre, que eso lo resguardaría un poco.

Nieve estaba más que aterrada, quería limpiar la sangre pero temía por su marido. Llamó al hospital, vino la ambulancia y el médico aterrado por aquel aspecto del dormitorio, ordenó llevarse al enfermo. Se lo llevaron, ella lo acompañó, le hicieron radiografías, le tomaron análisis de sangre, la presión pero todo daba normal. Le inyectaron un calmante y lo mandaron para la casa pues en el hospital no había camas disponibles en ese momento y además no parecía tener nada grave.

A las ocho estaban Tinajita y la Machucha en la puerta, le dijeron que se quedara en la cocina, que no entrara pues cuando le sacaran el muerto de encima, éste podía encarnásele a ella, mientras todo eso pasaba ella tenía que tener un rosario en la mano y morder un ajo en cada carrillo. Hubo gritos, ruidos y ella preocupada, cubos de agua, risas, llantos y golpes. Al cabo de una hora y media, entraron en la cocina los tres, Erminio sonreía, fue y la abrazó y le dijo en forma de broma: “_¡Coño, que peste a ajo tienes!”. Se lo decía o preguntaba, ella escupió los ajos y lo besó, Erminio fue al refrigerador para comer, tenía un hambre tremenda y ella acompañó a los otros dos a la sala, el cobraron poco, cien pesos y le dieron algunas recomendaciones y que Erminio tenía que hacerse de un amuleto que lo resguardara, le dejaron uno por cien pesos más.

Ella regresó a la cocina, allí estaba Erminio comiéndose un plato de fréjoles blancos con coles, sonreía. Ella limpió el cuarto, la sangre y todo. Esa noche durmieron como benditos, Erminio la poseyó como nunca, con fuerza bestial y amanecieron abrazados. Por la mañana él salió al patio desnudo, ella se asombró y él la llamó a su lado, empezó a tocarla y quería hacerlo allí mismo. Ella protestaba pues los vecinos de los altos podían verlos. Lo arrastró a la cocina y allí le permitió aplacar sus fueros. Ella cayó medio muerta de cansancio, él se vistió aún con la erección y ella asombrada. En la puerta le dijo: “_¡Qué buen día hace hoy!, me encantan los días soleados!” y salió rumbo al trabajo bajo la llovizna.


Alberto Torres Fernández

Riga, 31 de marzo de 2003

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